“Este texto, como tantos otros que figuran en este home, fue llevado al Divan de la escritura de Alejandra Erbiti, a quien agradezco su lectura cuidadosa y profunda.”
“Yo estaba en el centro del país. Había dos o tres profesores que habían dado una conferencia y me pidieron que fuese a un concierto con ellos. Les dije: “Bueno miren, iré con ustedes porque me gusta la compañía, pero no creo que disfrute con la música porque soy un ignorante”. … y de repente sentí una especia de vértigo y de felicidad que descendía sobre mí, y al salir todos nos sentíamos muy, muy amigos y nos dábamos golpecitos en la espalda y nos reíamos sin razón alguna. La culpa era de Stravinsky.”
Jorge Luis Borges (Peicovich, Borges, el palabrista)
Pinceladas de aire fresco nos visitan en este momento en el que ceden algunas restricciones a las que estuvimos sometidos. El reencuentro presencial en el consultorio me permite observar algunos detalles, que, como sabemos, son los que más relevancia tienen a la hora de pensar la clínica.
Así, en este momento en el que los niños también empiezan a vacunarse, el sentimiento de protección hizo que me pusiera de acuerdo con los padres para que en la sesión, en ese encuentro íntimo de a dos, bajo ciertas condiciones de seguridad, en un ambiente amplio, con distancia y bien ventilado, pudiéramos sacarnos el barbijo.
Los cuerpos se encuentran, los rostros descubiertos, las voces se liberan del barbijo y de los dispositivos digitales. Las ventanas están abiertas, corre el mes de septiembre y un aire fresco que se cuela en mi consultorio, nos envuelve al paciente y a mí en abrazos cuidados con barbijos, abrazos que respondo, antes de quitarnos esos tapabocas y volver a tomar distancia para seguir cuidándonos del virus. Ahora nos toca atender otra pandemia: la de la falta de contacto físico y de la carencia de abrazos ya empieza a mostrar sus secuelas.
A Daniela, por ejemplo, la vi crecer. Si bien hace tiempo que retomé la asistencia presencial ella, por motivos personales, no pudo regresar hasta ahora. Entra a mi consultorio con sus ya 24 años, después de casi dos años de vernos por zoom, de saludarnos con un “¿Se escucha bien?” y continuar lidiando con un “¡Pucha se cortó!… Sí, sí… ahí volvió la señal”, señal de una modalidad entrecortada, light, edulcorada a la que le falta algo, el contacto, la presencia, la profundidad de los cuerpos y las miradas que se cruzan. Ahora, lejos de esa mirada del desencuentro que la cámara trasmite, la sesión comienza diferente. Daniela llega al consultorio, sonríe como hace tiempo no la veo sonreír y se lanza en un abrazo que respondo. Me dice: “Perdoná, no se si vos abrazás… es que hace dos años que no te veo”. Hermosa frase que confiesa que eso que estuvimos haciendo por Skype, teléfono, WhatsApp, no era vernos, era una suerte de premio consuelo hasta poder encontrarnos y entonces mirarnos de verdad, tal vez un quitapenas más que la cultura nos ofrece y un salvavidas para evitar naufragar en la cuarentena eterna que vivimos.
Ana tiene seis años, hace casi dos meses que no nos vemos, un viaje que hice sumado a periodos de gripe familiar y aislamiento forzaron la interrupción del tratamiento. Ana entra corriendo y va derecho al cuarto de chicos. Acuerdo con la madre que podemos de a ratos con medidas de seguridad sacarnos los barbijos.
Ana: “Hoy me vacunaron. No me gustó, lloré, pero mi mamá me dijo que ahora el Coronavirus no me va a poder encerrar…”
A: “Vas a estar con más defensas, más fuerte”
Ana está haciendo una suerte de inventario de los juguetes que dejó antes de nuestra interrupción
A: “¿Está todo lo que dejaste?”
Ana: “si, los voy a ordenar como me gusta”. Me dice y empieza a cantar.”
A: “Estás contenta…” y de pronto, siento un deseo enorme de cantar con ella, esa canción de María Elena Walsh… “Mírenme, soy feliz entre las hojas que cantan/ cuando atraviesa el jardín el viento en monopatín/. Cuando voy a dormir cierro los ojos y sueño/ con el olor de un jardín florecido para mí…”
Ana se sonríe y se entusiasma con mi cantar y me dice: “A ver, ahora vos cantá una canción y si yo la conozco, también la canto”. Y canto otra canción de María Elena Walsh.
A: “Estamos invitados a tomar el té…”
Ana: “La tetera es de porcelana, pero no se ve… yo no se por qué”
Y la sesión transcurre en ese espacio transicional que relanzamos entre canciones infantiles.
Ana: “La brujita tapita vivía en un tapón…
A: “que no tenía puerta ni ventana ni balcón”
A: “la brujita vivía encerrada como nosotras”
Ana: “A lo mejor también había corona virus”.
Ambas reímos a carcajadas. Las voces se liberan en este proceso de expansión, de elaboración de las inhibiciones que la aquejan, que Ana viene trabajando en su análisis.
Sabemos que las melodías que se nos ocurren de manera espontánea también están condicionadas por un itinerario de pensamientos al que pertenecen y que tienen una razón para ocuparnos sin que nosotros sepamos nada de esa actividad. Podemos ver que en este caso la aparición de las canciones no era por azar, sino que formaba parte de la asociación libre de Ana, denunciaba un alto contenido afectivo, que pudo ser concientizado a través del juego de cantar canciones y ver “si las conocíamos”. En ese juego que propuso Ana entendí que ella me pedía que “reconociera” en su canto aquello que era necesario decir para elaborar sus encierros, que no eran sólo referidos a la cuarentena.
De pronto, me surge reflexionar brevemente en lo paradojal de haber estado amordazados por barbijos en las sesiones psicoanalíticas donde la palabra es tan importante. Y en ese momento, noto que los rostros se liberan y las voces también. Toca el timbre la mamá y Ana me pide por primera vez llevarse algo del consultorio: “Así mi mamá me trae seguro.”
Yo le iba a responder con el clásico : “En verdad lo que hacemos acá te lo llevas siempre con vos, adentro tuyo” e inmediatamente pensé “Ana ya lo sabe”. Entendí que era otro juego más. El muñeco que se llevaba estaba ligado a que por primera vez desde que comenzó su análisis en pandemia Ana había empezado una relación corporal con su analista y que ese muñeco era el objeto transicional de su análisis. Es decir que le permitía separarse y llevarse algo que oliera al consultorio. Particularmente ese peluche suave hace un ruido como un run run debido a su relleno. El muñeco canta.
Antes de irse, Ana me dice: “¿Viste Clau? Hoy conocí tu voz”
A: “Sí, hoy nos conocimos las voces sin barbijo”
En estos días, en que de a poco voy proponiendo a los niños que se saquen el barbijo en sesión, me sorprende que se repita el deseo de cantar. Francisco de 10 años se saca el barbijo y entona: “Canta, que la vida es una fiesta, la la la, la la, la la”
Dice Francisco: “Tomemos más distancia aún porque sabemos que los aerosoles se disparan con mayor fuerza cuando cantamos y entonamos con ganas.”
Tengo presente la distancia que Freud experimentaba con la música. Él decía que se sentía incapaz de obtener placer de ella porque no podía aprehenderla de modo tal que pudiera reducirla a conceptos. En cambio, estos chicos y yo nos dejamos llevar y conmover por las melodías que entonamos sin saber por qué lo estamos haciendo ni qué es exactamente lo que nos conmueve. Más allá de conmoverme siento ahora el deseo de investigarlo. Sólo me decidí a postergar la posibilidad de comprender este fenómeno que me ocurrió. Y lo primero que se me ocurre es que así, parafraseando a Freud, cuando se atacan un par de compases y alguien como en el Don juan dice: “son de las Bodas de Fígaro, de Mozart”, en mi bulle al unísono un tropel de recuerdos… en estas sesiones también bullía un torbellino de recuerdos en los niños y en mí, recuerdos que iban desde las voces claras y libres que solíamos escuchar antes de utilizar los tapabocas, hasta los recuerdos más íntimos. Ana recuerda a su abuela cantándole las mismas canciones que antes le había cantado a su mamá cuando era chiquita. No voy a desnudar aquí mis recuerdos, basta con decir que van desde las canciones de mi abuela en mi infancia, hasta las que yo misma cantaba en tiempos de crianza a mis hijos.
El canto, el tarareo, la melodía musitada, el ritmo, forman parte de los primeros intercambios entre la madre y el bebé, a los niños se los calma cantando y el adulto también se calma y confía en esas canciones cargadas de historia, de sostén.
En ese acto de cantar junto con el paciente yo me convertía en cantante y oyente, en sujeto y objeto, era un modo de decirles a esos niños que yo también estoy recuperando libertades. Marcaba así una zona común sin descuidar mi lugar, por eso la elección en el momento indicado de la canción de la brujita que vivía en un tapón y a partir de allí hablar/ cantar del encierro.
El cantar nos da la sensación de no estar solos. Pero en plena cuarentena, antes de la posibilidad de vacunarnos, cantar en presencia de otras personas podía ser peligroso. Cantar se había convertido en un peligro mortal.
Entonces, me puse a investigar sobre la música. Así encontré que Arminda Aberastury señala que la voz es el primer instrumento musical y dice que los analizados reviven sus identificaciones con los diversos objetos y con el analista por medio de la voz, de su propia voz que perciben exactamente con el mismo sonido que las voces de los objetos internalizados. Esta afirmación me permitió comprender lo que estaba sucediendo con los niños que se ponían a cantar en sesión al liberarse del barbijo. Pienso que el laleo que el bebé va entonando en un diálogo con su madre, establece el primer juego que sostiene con ella. Entiendo que, con estos niños, al sacarnos el barbijo, reaparecían recuerdos muy primarios de esos primeros juegos musicales con sus madres, que actuaban en transferencia en la sesión el primer juego con el cuerpo de ella: la liberación de la voz, de la respiración de la boca y la nariz, que forman parte de la etapa oral, o sea de la primera zona erógena de intercambio con la madre. Estos niños que estuvieron sometidos a prolongados encierros, a clases por zoom, privados de la socialización y del contacto con otras personas que no fueran sus madres, se reencontraban con su cuerpo y el de la analista a través de su voz mediante el canto. En este sentido, Arminda Aberastury señala que el análisis de la voz lleva al análisis del cuerpo ya que voz y cuerpo son una misma cosa, un pulso, una forma rítmica que contiene lo más esencial del individuo, que lo estructura, persiste y se expresa en todos los niveles de su integración y en todas sus formas de expresión. Y agrega que es este ritmo, forma, energía ordenada en el tiempo y en el espacio por el cuerpo, por la voz y por el pensamiento, lo que el individuo proyecta en su conexión con el mundo. El canto en la sesión aparecía como un intento de recuperar en primer lugar la voz y el cuerpo de la madre encarnado transferencialmente en la analista, para luego relanzarlo al mundo externo, a la escuela, al club, en fin, a los lugares a los que el niño retorna. Aparecía así un modo de poner orden en un caos de emociones y sentimientos desatados por una vivencia penosa, evitando de ese modo que se transformara en traumática en el sentido estrictamente psicoanalítico, donde el yo podría quedar dañado, fracturado, repitiendo situaciones penosas, como un disco rayado que no puede avanzar en su canción, que queda en loops. Recordemos también que el laleo aparece como parte de la evolución en esa fricción del cuerpo con la madre, que está repleta de sonidos, por lo tanto, en la sesión, podríamos entender el canto como una salida de esa regresión y como una invitación a la reactivación de situaciones incestuosas en las familias promovida por el encierro. El canto, al igual que la adquisición del lenguaje, da cuenta de un proceso por el cual el niño evoluciona de esa situación de encierro en el cuerpo de la madre hacia la vida cultural, hacia la socialización. No es ya la madre la única que lo comprende, sino que ha adquirido ese lenguaje compartido por todos. Podríamos decir que se ha sometido a la arbitrariedad del lenguaje, sin embargo me gusta más pensar en la elección que implica abandonar los vínculos parentales para adentrarse en una vida enriquecida por los lazos con los otros.
Sabemos que la respiración, la voz, aparecen como la primera expresión de uno mismo. El llanto del recién nacido, que va siempre acompañado de un grito queda marcado como un llamado. De ahí podemos inferir que el paciente que llora en sesión está llamando a algún objeto significativo.
Del grito al canto
Racker nos dice que el grito es una expresión de rechazo contra las malas vivencias y al mismo tiempo expresión de exigencia de aquellas necesidades instintivas. Luego aparece el sonido, que físicamente es un grito de vibraciones regulares y al que psicológicamente experimentamos como menos agresivo, como una expresión más erótica, menos angustiada y menos angustiante. Así podemos pensar que cantar es gritar, es decir es un grito que se ha transformado en un sonido, en algo erótico vital, en un relato. Para Racker la música tiene su raíz más profunda en el grito y en la creencia de su magia, creencia basada en que a veces lo deseado fue conseguido realmente por el grito, como cuando al nacer de tan solo gritar y berrear el objeto aparece y satisface las necesidades instintivas. Pareciera que la música se sirve de medios anteriores a la palabra y que la erotización del oído tal vez tenga su origen en la atención que presta el niño pequeño a la llegada de la madre. Por otra parte, más adelante en su evolución, el oído es quien le permite espiar la vida sexual de los padres. Podemos suponer que el encierro durante la cuarentena propició en muchos casos una mayor exposición de la vida íntima de la pareja parental.
Así, pienso que el canto en la sesión relata y da cuenta de las vivencias de estos niños que ahora comienzan a retomar sus vidas anteriores a la pandemia. Por otra parte, también suena el grito por el horror vivenciado en un mundo que se pasó casi dos años contando muertos y hablando de peligros. Ahora, podía verse transformado, eros mediante, en un canto a la vida: “Canta, que la vida es una fiesta, la, la, la…”
Como Orfeo, nosotros también podríamos empezar a dominar con nuestra música las fieras del infierno del virus, ya que la música puede ser considerada como una defensa frente a los objetos malos. Por eso el caminante en la oscuridad canta para no sentirse a solas con la muerte.
Bibliografía:
Aberstury Arminda, 1955, “La música y los instrumentos musicales, parte 2”, Revista de Psicoanálisis, APA, Volúmen 12, Nº 3
Freud Sigmund: Obras Completas, Año -1900: “La interpretación de los sueños”
-1914: “El Moisés de Miguel Ángel”
– 1915: Conferencias de introducción al
psicoanálisis , Nº 6: “Premisas y técnicas de la interpretación”
Racker Enrique: 1952,“Aportaciones al psicoanálisis de la música”, Revista de psicoanálisis, Vol 9, Nº 01
Freud sigmund, el moises de Miguel angel, 1914
La Interpretacion de los sueños 1900
Freud conferencia 6 Premissas y técnica de la interpretación 1915
Conferencias de introducción al psicoanálisis I y II
“Yo estaba en el centro del país. Había dos o tres profesores que habían dado una conferencia y me pidieron que fuese a un concierto con ellos. Les dije: “Bueno miren, iré con ustedes porque me gusta la compañía, pero no creo que disfrute con la música porque soy un ignorante”. … y de repente sentí una especia de vértigo y de felicidad que descendía sobre mí, y al salir todos nos sentíamos muy, muy amigos y nos dábamos golpecitos en la espalda y nos reíamos sin razón alguna. La culpa era de Stravinsky.”
Jorge Luis Borges (Peicovich, Borges, el palabrista)


